Recién proclamado el imperio, Napoleón I, quién carecía de cualquier interés por la mesa - Brillat-Savarin sólo escribe el siguiente comentario: "Napoleón era un hombre que comía deprisa y mal" - además de padecer una timidez enfermiza que le hacía huir de toda recepción palaciega, dejó los fastos de la corta en las manos de Talleyrand y Cambacérès. Este último era tan aficionado a los saraos que no solo organizaba los del emperador, sino que casi a diario daba festolines en su casa con cualquier pretexto, en los que exigía puntualidad (más de un príncipe se había quedado en la calle por haber llegado tarde) y rigurosa etiqueta en el vestir. A la duquesa de La Rochefoucauld le reprochó con acritud no estar lo suficientemente emperifollada para la ocasión, a lo que ésta respondió con su esprit característico y poniéndole en su sitio: "Monseñor, os ruego que me excuséis, pero venía de una recepción de la emperatriz y no he tenido tiempo de cambiarme". Alejandro Dumas en su Gran diccionario de la cocina - compendio de recetas divertidas, algunas logradas, realizadas por un aficionado, pero sobre todo de anécdotas felices, escritas por una de las plumas más agudas de su tiempo -, relata un suceso que bien pudiera definir al archicanciller: parece ser que le fallaron varios invitados a última hora, por lo que se quedó colgado con dos enormes esturiones imposibles de consumir, dado el reducido número de comensales.
Entre señor y mayordomo decidieron la siguiente estratagema pour épater le bourgeois: servir primero la pieza más pequeña con toda su correspondiente parafernalia, fingir un tropezón del servicio que lo portaba precipitando la bandeja al suelo, y ante la magnitud del desastre y la consternación de los invitados, un gesto del anfitrión haría aparecer una segunda bandeja más grande que la primera, portada por cuatro mozos de comedor al son de flautas y violines. Un gran aplauso de los asistentes coronó el triunfo de la superchería, y el éxito de la velada, que al día siguiente estaría en boca de todo París.
Entre señor y mayordomo decidieron la siguiente estratagema pour épater le bourgeois: servir primero la pieza más pequeña con toda su correspondiente parafernalia, fingir un tropezón del servicio que lo portaba precipitando la bandeja al suelo, y ante la magnitud del desastre y la consternación de los invitados, un gesto del anfitrión haría aparecer una segunda bandeja más grande que la primera, portada por cuatro mozos de comedor al son de flautas y violines. Un gran aplauso de los asistentes coronó el triunfo de la superchería, y el éxito de la velada, que al día siguiente estaría en boca de todo París.
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